junio 16, 2009

DAMISELAS EN APUROS

En aquel instante, aburrida de la eterna espera, la pequeña cortesana decidió dar fin a su existencia porque, de un momento a otro no quiso vivir más, no sin la compañía de una figurilla que pudiese manejar a su antojo. Y es que el reino vio perturbada su tranquilidad en el momento que su juguete de toda la vida no dio más abasto y ante los azules ojos de la niña quebró su cuerpo en mil pedazos. La prioridad de la servidumbre era encontrar una marioneta igual o mejor que remplazase la ya perdida, pero la labor tardó días, meses, años… Una eternidad para nuestra impaciente doncella, acostumbrada a satisfacer a la perfección el total de sus caprichos.
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Las tardes pudieron despedirse de la zozobra y conocieron por primera vez en tanto tiempo el sosiego, la quietud propia del silencio causado por la partida de un ser inescrupuloso, incapaz de pasar por alto sus pretensiones, por mínimas que fueran. El cadáver de la puta del barrio había sido encontrado en el callejón de la otra cuadra.
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El soldadito de plomo llegó demasiado tarde a la función. Cuando apareció en escena, su acompañanta yacía en el sillón, con un espejo en una mano y una leve sonrisa en el pálido rostro desfigurado por sus uñas. Todo carecía de sentido… Cinco minutos después, todo tenía sentido. La mujer, cansada de ser vista como un objeto, se dio por vencida y desistió en la búsqueda de aquella persona que la viera como un ser humano. Ingenuamente, consideró el sacrificio de su rostro de porcelana para no ser vista, nunca más, con deseo. Aquella desdichada, asediada por la tristeza recordó y enumeró las humillaciones, recordó el día que fue despojada de su dignidad y se dio cuenta que el respeto por sí misma se había ido, poco a poco, con las lágrimas de antaño. Por tal razón quiso morir, pero fue incapaz de acabar con su vida. La mujer vivió el resto de sus días abatida, tratando de recuperar un poco de su felicidad, pero le fue imposible. Ya era muy poca cosa para merecerla.

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La anciana fue alcanzada por una lluvia de piedras. Se dio vuelta para observar la niñez de ahora. Sacó el manojo de llaves. Entró a la casa de ventanas blancas y paredes que, años atrás lucieron un amarillo tan radiante como el sol. Cerró la puerta y ya a salvo, sollozó. Luego, gimoteó amargamente. La bruja del barrio tenía sentimientos y por eso, de repente, no podía dejar de llorar. La octogenaria mujer se culpaba una y otra vez por sus errores. Recordó. Recordó y sufrió. Sufrió por sus memorias. Sufrió por su soledad. La tristeza la inundó hasta el atardecer, cuando tuvo que pararse del mecedor a tomar las tabletas vespertinas que la mantenían con vida.

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La desconsolada madre se culpó durante todo el funeral. Se escabulló entre los familiares, allegados y amigos del difunto y se encerró en el baño. Después de unos cuantos golpes contra la pared de enchape azul cielo se preguntó en qué había fallado. No encontró respuesta alguna. Concluyó haber desempeñado un buen rol en la crianza de aquel ingrato joven que hoy ya no estaba a su lado y se tranquilizó cuando decidió culpar al ausente padre, a las malas compañías, a todos a su alrededor. De esa manera alivió su dolor y pudo salir nuevamente a recibir abrazos acompañados de cientos de condolencias provenientes de los malhechores que hicieron de su vida un infierno al quitarle un pedazo de su alma.