Ni se te ocurra volver a
recordarle algo. Cada vez que lo haces lo fastidias. Aunque, como ya sabes, lo
fastidias también con muchas -muchísimas- otras actitudes tuyas. Lo fastidias
con respirar, lo fastidias con existir, lo fastidias con ser. O al menos de eso
te has ido convenciendo cada vez que escuchas sus reclamos y sus quejas sobre
tu forma de ser. No logras identificar aún si son sus palabras hirientes, el
tono en que las dice o la frecuencia de estas lo que te ha ido secando. Sientes
que eres como una alergia, pero de las no mortales, claro está, de esas que
vienen una y otra vez y se convierten en una molestia cuyo antídoto es la indiferencia.
Te convence, y te convences, de
que te lo buscaste. Lo mereces. Te lo ganaste porque eres tú, y no él, la
persona tóxica. Porque siempre juegas en tu rol de víctima y no sabes el mal
que le haces, incluso con hablar.
Incomodas, mortificas, importunas…
Llámalo como quieras, es lo que haces. Con cada bocanada de aire que tomas, renuevas
fuerzas para seguir revoloteando a su alrededor solo para dañarle el rato. Eres
como un insecto, de los que a nadie le gusta, estás ahí sólo porque eres una
plaga y esa es tu función en la vida, aunque no te toleren. Tu misión es
sencilla, sobrevivir a ese ser que quiere acabar contigo, aunque diga lo
contrario.
No es de ayuda. Lo sabes. Te hace
daño. Lo sabes. Te hace sentir mal. Lo sabes. Le has pedido que cambie, pero no
lo hará. Y eso, más que dolerte, te da igual. Ya has creído tanto lo que (él)
dice, que crees que no puedes recibir algo mejor. No crees merecerlo porque ya
olvidaste quién eres.
¿Cuándo vas a despertar?