marzo 11, 2012

AA

Anoche, luego de llegar a casa, Ana buscó refugio en la mecedora de la abuela. En absoluto silencio, ubicó su cuerpo en dirección hacia la ventana y, pupilas dilatadas, volvió a salir. Lo recordó. Empezó por revivir el momento en que aceptó jugar con reglas ajenas, aún sabiendo que no saldría airosa. Augusto la sedujo en un abrir y cerrar de ojos con un cinismo lleno de ataduras del que no le vino en gana zafarse. ¿Acaso eso la convertía en una mala persona? ¿O simplemente, estaba orientando su buena acción del mes a sí misma? Los minutos se disfrazaban de horas y, abrazada por el letargo, quiso llamarlo. Pero el remordimiento llegó a su sala y a manera de susurro puso las acusaciones sobre la mesa. 


Lo maldijo, a Augusto, por confuso, por indeciso, por irresistible, por todo, por nada, porque sí, porque no. Pero su estado le impedía mantener el hilo de sus pensamientos y simplemente recordó lo fácil que era ignorar todo lo que los rodeaba a la hora de doblegar el orgullo y quitarse los prejuicios a la par de la ropa. ¿Por qué había dejado de verlo? Augusto era un buen tipo. Más allá de las circunstancias, la hacía feliz sólo con satisfacer la casi inexistente necesidad de afecto que de unos meses para acá sentía. Debilitando el orgullo y con la determinación de buscarlo por cuarta vez, extendió el brazo e intentó agarrar el celular a ciegas. 

Debió quedarse dormida. Cuando despertó, apenas pudo darme los buenos días con una mueca que revelaba su resaca. Ana estaba fuera de sí. Tanto, que no intuyó que en vez de llenarme el buzón de mensajes, simplemente podía entrar a la habitación y disculparse.

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