abril 04, 2013

DECLIVE

A mi alrededor se encontraba de todo un poco: la señora con cáncer a la que la quimioterapia le había tumbado hasta las cejas, la embarazada que tuvo sangrado esta mañana, el niño que se reventó jugando fútbol en el colegio, el que fingía migraña para ausentarse del trabajo, dos o tres niños con la virosis. Estaban todos ellos y estaba yo. ¿Qué tenía? Nada. Nada que fuesen a considerar de importancia los médicos. Lo que yo tenía iba más allá de las dolencias físicas. Tenía una cosa toda rara que me había quitado el apetito durante varios días y me hacía caminar como por inercia. Tenía ese mal que hace llorar por todo y por nada y que ni la música podía remediar. Tenía un montón de vacíos y sabía, perfectamente, que por eso no incapacitaban. Los médicos no entenderían, menos aún si no lucía estresada. Un poco perturbada, tal vez, pero todo en mí indicaba que lo que tenía era pereza.

Entré. Simulé lo de siempre. Me volvieron a creer. Dos días y una endoscopia cuanto antes porque "esa gastritis que tú tienes ya se está volviendo grave, ¿no te la estás cuidando? ¿Si te estás alimentando bien?" Mismas respuestas. Mismas recetas. Todo igual. ¿Para qué? Para descansar.

Ya en casa y satisfecha con el resultado empecé a dar vueltas en la cama. ¿Qué me tenía tan cansada? Estaba cansada de mí misma y estar sola era la peor forma de enfrentarlo. Abrí el correo. Cerré el correo. Me aburrí y dí más vueltas. 

Recordé que las tijeras estaban debajo del sofá.

No hay comentarios:

Publicar un comentario